domingo, 7 de febrero de 2010

Matilde Espinoza

Algo que no entienden las personas que compran hoy en día sus relojes es que los de antes eran hechos a mano, por eso duraban tantos años. Ahora las personas compran estos relojes digitales, llenos de alarmas, juegos, diferentes horas, pero ya no son como antes. A mi taller me llegan tantos relojes desechables, sin remedio, que solo miro desconsolado a mis clientes, que esperan que estas chatarras revivan. No, lo relojes ya no son como antes, no como los que yo he hecho, que me han tomado incluso hasta un año terminarlos, pieza por pieza. Podría decir que son mis pequeñas obras de arte. Nunca se averían, solo paran de contabilizar el tiempo cuando requieren cuerda, pero ya nadie está dispuesto a tomarse el tiempo para recargarlos con sus propias energías. Ahora quieren que nunca paren, hasta que los desechan, sin dolor, sin extrañarlos, solo porque ya no les sirven, pero es que esos relojes no duran para toda la vida.
Recuerdo cuando empecé a construir mis propios relojes. Mi padre me había enseñado a hacerlo, pero tiempo después se retiró, después de que mi madre partió. Simplemente se encerró, reprochándose haber perdido el tiempo en su vida. Nunca supe si lo decía por los relojes o por mi madre. Los dos nos quedamos, atendiendo la relojería, que cada vez se hizo más solitaria. Ahora parecieran solo visitarla los espantos de otros tiempos. En esta relojería pareciera haberse detenido el tiempo. Pareciera solo marcar las horas del pasado. Mi papá murió 10 años después de la partida de mi madre. Ella volvió a visitarnos unas contadas veces, pero mi papá nunca quiso volver a verla. Decía que el tiempo que la había querido se había detenido. Yo pensaba en que el único reloj que no sabía reparar era el que marcaba los latidos del corazón de mi papá. Imaginaba ser un doctor del corazón, que trabaja como un relojero, no debía ser tan difícil, de hecho creo que así funcionan los marcapasos. Con mi madre las cosas nunca se arreglaron, ella dejó de venir por siempre, ahora trato de no pensar en ella.
Hace 5 años, y diría que tal vez 6 días y tres horas, entró Matilde Espinoza en la relojería. Tampoco he querido pensar en ella, pero no he podido dejar de hacerlo. La primera vez que la vi marcaron las 5 de la tarde. Lo recuerdo porque a esa hora suenan todos los relojes, era una vieja costumbre de mi papá, recordar una tradición inglesa. En ese momento, no quería pensar que eso representara algo especial. Las coincidencias que marcan los relojes son constantes, y uno puede llegar a enloquecer si está pendiente de todas ellas. Pero Matilde Espinoza había sido puntual, aunque yo no sabía para qué, y mucho menos ella. Llegó solicitando que le compusiera uno de estos relojes asiáticos que son desechables. Si no es porque le pregunté su nombre para darle un recibido nunca habría sabido como se llamaba. Mientras conversábamos no quise entrar en uno de mis constantes monólogos, con los que aburro a mis pocos clientes, sobre la mala composición de los relojes modernos, sobre las bondades de los relojes de antes. Pero no pude evitarlo. Cierto aire en Matilde Espinoza me invitó a ser como soy, o por lo menos eso creí desde un principio. Mientras hablaba, e iba lamentando a mis adentros el curso que le daba a mi intervención, noté que Matilde Espinoza estaba más interesada que mis otros clientes ocasionales. Mientras continuaba, notaba cierto interés en ella, me miraba como si descubriera algo asombroso, o por lo menos eso creí. No quise que no volviera. Entonces, le aseguré que podría componer la baratija. Traté de disminuir cualquier apreciación que pusiera en evidencia lo infructuoso de esta tarea. Quedamos entonces en que ella volvía el jueves, y cuando hablamos apenas era lunes. Nunca las horas habían sido tan largas como en esa semana. Y tan cortas, mientras trataba de componer la chatarra. Los relojes parecían prometer todo el tiempo, estar pendientes del jueves a las dos en punto de la tarde. Parecía esa su única función. Nunca antes los había querido tanto, como si fueran espectadores de lo que ocurría en mi interior. Recuerdo que cuando niño miraba la hora cuando mi madre estaba por llegar, pero siempre arribaba tarde. Por eso había desconfiado tanto de estos relojes, por eso los miraba a veces como extraños, como visitantes no deseados.
Logré componer la baratija, por lo menos para que durara unos meses más. Pensaba que podría hacerle a Matilde Espinoza un reloj nuevo, pieza por pieza, yo mismo le daría cuerda, bueno, eso si ella quería, tal vez con el tiempo, se supone que el tiempo lo dice todo, lo define todo: Eso decía mi papá. Los días pasaron, era jueves. Me levante temprano, tratando de no pensar en Matilde Espinoza, pero los relojes marcaban las horas antes de las dos de la tarde. Revisé el estado de la baratija. La atesoraba con cariño, era de ella. Imaginaba cuánto tiempo la habría acompañado. Pensaba que eso le daba cierto valor extra. Luego me sentía raro, de pensar tanto en ella, de cuidar tanto su reloj. Trataba de distraerme, pero el tiempo no parecía ayudarme, solo marcaba las horas antes de las dos de la tarde. Traté de ocuparme en algo más, escuchaba la radio, miraba la televisión, pero no había caso. Eran las 2:10 de la tarde, Matilde Espinoza no llegaba. Mi cabeza daba mil vueltas, tanto como la manecilla de un segundero. Ya eran las 2:30 de la tarde, y Matilde Espinoza no arribaba. Trataba de no pensar, pero imaginaba miles de razones por las cuales ella no había llegado. Pensaba que yo le había parecido ridículo, que mi desolada y deprimente relojería tal vez era el último lugar al que ella quería volver. Luego imaginaba que había tenido un percance, e ingenuamente, me sentía mejor. Eran las tres de la tarde, y Matilde Espinoza no llegaba.
Matilde Espinoza nunca volvió. Eso no lo sabía en los días posteriores a nuestra frustrada cita. No sé por qué, pero imaginaba que ella entraría cualquier día, cuando los relojes marcaran las cinco de la tarde. Antes, siempre pensaba en mi papá al escuchar a los relojes, o incluso en mi madre, pero ahora solo pienso en Matilde Espinoza, aunque no quiero pensar en ella.

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