domingo, 7 de febrero de 2010

Un Mito

En tiempos remotos, que algunos consideran pasados, y otros inexistentes, se cree que las mujeres de los pueblos eran ofrecidas a los espíritus de las montañas. Eran tiempos, según afirman algunos libros extravagantes y tal vez charlatanes, en los cuales los espíritus de la naturaleza proclamaban a los hombres el derecho por asentarse en las faldas de sus montañas, por beber de sus ríos y sacrificar a sus animales. Dicen que la naturaleza no hablaba con los hombres, sino solo con las mujeres. Las razones siempre fueron desconocidas. Algunos rumores antiguos afirman que la naturaleza ama más la belleza de las mujeres que la de los hombres, que reconoce en ellas la tierra fértil y el espíritu incorruptible. Algunos sabios incluso bromean con esto, y afirman que las mujeres descienden de las montañas más altas y puras, mientras que los hombres descienden de los monos. Pero el encuentro entre ambos era inevitable, y los espíritus de las montañas, los cielos y los campos aceptaron esta unión, aunque sospechaban ya desde entonces lo que ocurriría. El hombre olvidaría el trato, y las mujeres no volverían a escuchar a las montañas, que hablaban en medio de los vientos que las golpeaban, en lenguas prístinas, totalmente desconocidas, inexistentes hoy en día.
Axmire nunca estuvo preparada para el llamado. Un día, llegó, poco después del amanecer. Un día tan soleado como siempre, y como nunca. Las aves que recorrían siempre en lo alto el cielo impoluto parecían volar más bajo. Llamaron su atención, pero ella continuaba su jornada de trabajo, entonando canciones hoy en día totalmente olvidadas. Los pájaros, que volaban más bajo, parecían cantar al unísono. La invitaban al bosque, en lenguas que encantan a los humanos, pero completamente extrañas, indescifrables. A lo lejos, las montañas, como testigos imperecederos, inhiestas, parecían guardar un secreto que Axmire empezaba a desear con toda su alma. Esta sensación era nueva, la asustó, y pronto corrió hacia su hogar, a esperar a su esposo, a contarle lo sucedido.
Alexmandro llegó como todos los días, después de cazar algún venado, se sentó, mudo, a esperar que su esposa lo atendiera. Ella le pidió que le tocara una melodía confortante, con su flauta, que había tallado hace poco. Alexmandro la miraba, esperando que lo ayudara. La faena de caza lo había dejado con unas heridas. En silencio, el esposo contemplaba como llegaba el atardecer. A Alexmandro nunca le había gustado la noche, le parecía extraña, desesperante e improductiva. Pronto se levantó, despellejó el venado y le pidió a Axmire que le prepara un poco de la carne antes de dormir. Axmire, por el contrario, siempre había sentido cierta sensación en la noche, como si empezara realmente el día, en medio de encantamientos, a los cuales temía, pero despertaban su curiosidad, no dejándola dormir de vez en cuando. No fue capaz de contarle a su esposo lo sucedido. Pensó que era un engaño, un embrujo pasajero, y que solo molestaría a Alexmandro por algo sin importancia.
Con el nuevo amanecer llegaron los cánticos de los pájaros. Parecían tan amigables como siempre. Alexmandro salió, de nuevo, a cazar otro venado, y Axmire fue a los cultivos, a ver brotar las primeras semillas. El día parecía encantador. Las flores habían crecido, como si el hastío de la noche las hubiese nutrido como nunca. Los olores matutinos eran irresistibles. Pronto, Axmire se adentró un poco en el bosque. No pudo evitar dejarse embrujar. Quiso seguir a un antílope, pero no para cazarlo, como haría su esposo, solo quería verlo. Pronto empezó a escalar la colina. El aire que comenzaba a respirar la intoxicaba, pero no para asfixiarla, sino para contaminarla de una dicha que pocas veces había sentido. Ahora no temía a lo agreste del recorrido, todo parecía normal. No temía a nada, ni a la muerte, ni a la vida. Se olvidaba mortal y solitaria mientras escalaba, cada vez con mayor prisa, con un afán desconocido, un afán nunca sentido en medio de las labores pastoriles. Unos destellos iluminaron su recorrido. Axmire no sabía si eran por correr tan rápido, por falta de aire ante la premura. Sus recuerdos se desvanecieron por siempre. A lo alto, solo estaba ante ella la cascada, tan pura como peligrosa.
Cuando Alexmandro llegó a su casa, al atardecer, no encontró a su esposa. Algunos moradores vecinos le comentaron haberla visto rumbo al bosque. El temor invadió al hombre que se había enfrentado a coyotes y lobos desde que era niño. Corrió estrepitosamente al bosque, su respiración no lo dejaba escuchar lo que pensaba. Se hacía noche. Dicen que Alexmandro solo volvió hasta el amanecer. Dicen que nunca más volvió a ser el mismo, que había vuelto como un hombre extraño, no miraba a los ojos a nadie y parecía perdido todo el tiempo. Poco después, dicen que fue al río, como si conociera el sitio exacto donde debía buscar. Encontró el cuerpo de Axmire flotando en el agua, estrellándose contra las rocas del río. Lo tomó entre sus brazos. Parecía saber exactamente como la encontraría. La contempló, como quien reconoce a sus hijos, con ternura y cariño. La llevó a enterrarla. Mientras la amortajaba cantaba una tonada, ya completamente olvidada, que hablaba sobre querer dejar de amar a quien se había perdido, pero no poder hacerlo, querer olvidar por amar, como solo el hombre podía hacerlo, amar a su mujer, aunque el diablo se la hubiera quitado.
Los más antiguos rumores, que todavía se pueden descifrar en estos libros excéntricos y charlatanes, dicen que Alexmandro, al adentrarse al bosque, llamó a los espíritus, y estos lo condujeron hasta las montañas, para encontrarse con el Diablo. Dicen que dominando sus miedos, convenció al demonio de hacer un pacto. Le vendió su alma solo para recobrar el cuerpo inerte de su esposa. Desde entonces, se afirma que los hombres mueren más porque Alexmandro intercambió a su esposa por miles de hombres. Desde entonces los hombres mueren en las batallas. Dicen también que el Diablo accedió, al no entender esa emoción de Alexmandro. La envidió, quiso seguirla viendo, y desde entonces, ha sacrificado a hombres y a mujeres juntos, esperando comprenderlo, en medio de su eterna soledad.

Matilde Espinoza

Algo que no entienden las personas que compran hoy en día sus relojes es que los de antes eran hechos a mano, por eso duraban tantos años. Ahora las personas compran estos relojes digitales, llenos de alarmas, juegos, diferentes horas, pero ya no son como antes. A mi taller me llegan tantos relojes desechables, sin remedio, que solo miro desconsolado a mis clientes, que esperan que estas chatarras revivan. No, lo relojes ya no son como antes, no como los que yo he hecho, que me han tomado incluso hasta un año terminarlos, pieza por pieza. Podría decir que son mis pequeñas obras de arte. Nunca se averían, solo paran de contabilizar el tiempo cuando requieren cuerda, pero ya nadie está dispuesto a tomarse el tiempo para recargarlos con sus propias energías. Ahora quieren que nunca paren, hasta que los desechan, sin dolor, sin extrañarlos, solo porque ya no les sirven, pero es que esos relojes no duran para toda la vida.
Recuerdo cuando empecé a construir mis propios relojes. Mi padre me había enseñado a hacerlo, pero tiempo después se retiró, después de que mi madre partió. Simplemente se encerró, reprochándose haber perdido el tiempo en su vida. Nunca supe si lo decía por los relojes o por mi madre. Los dos nos quedamos, atendiendo la relojería, que cada vez se hizo más solitaria. Ahora parecieran solo visitarla los espantos de otros tiempos. En esta relojería pareciera haberse detenido el tiempo. Pareciera solo marcar las horas del pasado. Mi papá murió 10 años después de la partida de mi madre. Ella volvió a visitarnos unas contadas veces, pero mi papá nunca quiso volver a verla. Decía que el tiempo que la había querido se había detenido. Yo pensaba en que el único reloj que no sabía reparar era el que marcaba los latidos del corazón de mi papá. Imaginaba ser un doctor del corazón, que trabaja como un relojero, no debía ser tan difícil, de hecho creo que así funcionan los marcapasos. Con mi madre las cosas nunca se arreglaron, ella dejó de venir por siempre, ahora trato de no pensar en ella.
Hace 5 años, y diría que tal vez 6 días y tres horas, entró Matilde Espinoza en la relojería. Tampoco he querido pensar en ella, pero no he podido dejar de hacerlo. La primera vez que la vi marcaron las 5 de la tarde. Lo recuerdo porque a esa hora suenan todos los relojes, era una vieja costumbre de mi papá, recordar una tradición inglesa. En ese momento, no quería pensar que eso representara algo especial. Las coincidencias que marcan los relojes son constantes, y uno puede llegar a enloquecer si está pendiente de todas ellas. Pero Matilde Espinoza había sido puntual, aunque yo no sabía para qué, y mucho menos ella. Llegó solicitando que le compusiera uno de estos relojes asiáticos que son desechables. Si no es porque le pregunté su nombre para darle un recibido nunca habría sabido como se llamaba. Mientras conversábamos no quise entrar en uno de mis constantes monólogos, con los que aburro a mis pocos clientes, sobre la mala composición de los relojes modernos, sobre las bondades de los relojes de antes. Pero no pude evitarlo. Cierto aire en Matilde Espinoza me invitó a ser como soy, o por lo menos eso creí desde un principio. Mientras hablaba, e iba lamentando a mis adentros el curso que le daba a mi intervención, noté que Matilde Espinoza estaba más interesada que mis otros clientes ocasionales. Mientras continuaba, notaba cierto interés en ella, me miraba como si descubriera algo asombroso, o por lo menos eso creí. No quise que no volviera. Entonces, le aseguré que podría componer la baratija. Traté de disminuir cualquier apreciación que pusiera en evidencia lo infructuoso de esta tarea. Quedamos entonces en que ella volvía el jueves, y cuando hablamos apenas era lunes. Nunca las horas habían sido tan largas como en esa semana. Y tan cortas, mientras trataba de componer la chatarra. Los relojes parecían prometer todo el tiempo, estar pendientes del jueves a las dos en punto de la tarde. Parecía esa su única función. Nunca antes los había querido tanto, como si fueran espectadores de lo que ocurría en mi interior. Recuerdo que cuando niño miraba la hora cuando mi madre estaba por llegar, pero siempre arribaba tarde. Por eso había desconfiado tanto de estos relojes, por eso los miraba a veces como extraños, como visitantes no deseados.
Logré componer la baratija, por lo menos para que durara unos meses más. Pensaba que podría hacerle a Matilde Espinoza un reloj nuevo, pieza por pieza, yo mismo le daría cuerda, bueno, eso si ella quería, tal vez con el tiempo, se supone que el tiempo lo dice todo, lo define todo: Eso decía mi papá. Los días pasaron, era jueves. Me levante temprano, tratando de no pensar en Matilde Espinoza, pero los relojes marcaban las horas antes de las dos de la tarde. Revisé el estado de la baratija. La atesoraba con cariño, era de ella. Imaginaba cuánto tiempo la habría acompañado. Pensaba que eso le daba cierto valor extra. Luego me sentía raro, de pensar tanto en ella, de cuidar tanto su reloj. Trataba de distraerme, pero el tiempo no parecía ayudarme, solo marcaba las horas antes de las dos de la tarde. Traté de ocuparme en algo más, escuchaba la radio, miraba la televisión, pero no había caso. Eran las 2:10 de la tarde, Matilde Espinoza no llegaba. Mi cabeza daba mil vueltas, tanto como la manecilla de un segundero. Ya eran las 2:30 de la tarde, y Matilde Espinoza no arribaba. Trataba de no pensar, pero imaginaba miles de razones por las cuales ella no había llegado. Pensaba que yo le había parecido ridículo, que mi desolada y deprimente relojería tal vez era el último lugar al que ella quería volver. Luego imaginaba que había tenido un percance, e ingenuamente, me sentía mejor. Eran las tres de la tarde, y Matilde Espinoza no llegaba.
Matilde Espinoza nunca volvió. Eso no lo sabía en los días posteriores a nuestra frustrada cita. No sé por qué, pero imaginaba que ella entraría cualquier día, cuando los relojes marcaran las cinco de la tarde. Antes, siempre pensaba en mi papá al escuchar a los relojes, o incluso en mi madre, pero ahora solo pienso en Matilde Espinoza, aunque no quiero pensar en ella.